Extraído de Historia del pensamiento económico vol I (El pensamiento económico hasta Adam Smith) de Murray N. Rothbard.Las tres principales escuelas de pensamiento político chino, la legalista,
la taoísta y la de los seguidores de Confucio, se desarrollaron en el periodo comprendido entre los siglos VI y IV antes de Cristo. En líneas generales, la legalista, la última de las tres grandes escuelas, simplemente buscaba maximizar el poder estatal, aconsejando a los gobernantes modos de aumentar su poder. Los taoístas fueron los primeros libertarios del mundo, y sostenían que la interferencia del estado en la economía o la sociedad debía minimizarse o anularse; los seguidores de Confucio, por su parte, mantenían una posición intermedia en tan espinoso asunto. La figura dominante fue la de Confucio (551-
479 a.C.), cuyo verdadero nombre era Ch´iu Cheng-ni, un erudito de familia aristocrática venida a menos de la defenestrada dinastía Yin, que llego a ser Comisario General del estado de Sung. En la práctica, aunque mucho más legalista, el pensamiento de Confucio difería poco del de los legalistas, puesto que el confucionismo estaba en gran medida consagrado a
instalar una burocracia educada en una mentalidad filosófica al frente del gobierno chino.
Con mucho, los más interesantes de entre los filósofos políticos chinos fueron los taoístas, movimiento fundado por Lao-Tsé, figura, aunque oscura, de inmensa importancia. Se sabe poco de su visa, pero parece haber sido contemporáneo y amigo personal de Confucio. Al igual que este procedía del estado de Sung y era descendiente de la baja aristocrática de la dinastía Yin. Ambos vivieron en un tiempo agitado, de guerras y estatismo, pero reaccionaron de modo bien diferente. Lao-Tzé llegó a la conclusión de que el individuo y su felicidad son la unidad fundamental de la sociedad. Si las instituciones sociales impidieran el desarrollo y felicidad individuales, entonces tales instituciones debían ser limitadas o incluso definitivamente eliminadas. Para el individualista Lao-Tsé, el gobierno, con sus “leyes y regulaciones más numerosas que los pelos de un buey, era un vicioso opresor del individuo, “más temible que el más fiero de los tigres”. En suma, el gobierno debería limitarse al mínimo más mínimo posible, constituyendo para Lao-Tsé “inacción” la palabra clave, pues sólo la inacción del gobierno permite florecer y ser feliz al individuo. Cualquier intervención gubernamental, declaraba, sería contraproducente y no generaría sino confusión y revueltas. Lao-Tsé, el primer economista político en discernir los efectos sistemáticos de la intervención del gobierno, después de remitir la experiencia común de la humanidad, llego a esta penetrante conclusión: “Cuantas más restricciones existan y más artificiales sean los tabúes que haya en el mundo, más se empobrecerán la gente… Cuanta más prominencia se dé a las leyes y regulaciones, más ladrones y bandidos habrá”.
Las peores intervenciones del gobierno, según Lao-Tsé , son la imposición fiscal excesiva y la guerra. “El pueblo pasa hambre porque sus superiores consumen en exceso sobre lo que recaudan” y, “donde se estacionan los ejércitos, sólo crecen después zarzas y espinos. Durísimos años de hambruna de seguro seguirán a una gran guerra”.
El curso de acción más sensato es mantener al gobierno simple e inactivo, ya que entonces el mundo “se estabilizará por si solo”.
En palabras de Lao-Tsé: “Por eso dice el hombre juicioso: no haré nada, y se cambiará la gente ella sola; me estaré quieto, y se enderezará por sí misma; permaneceré inactivo, y la gente se enriquecerá sin más….”.
Profundamente pesimista, sin esperanza de que fuera a producirse un levantamiento general que corrigiera la opresión del gobierno, Lao-Tsé aconsejaba seguir el ahora familiar sendero taoísta de la pasividad, la renuncia y la limitación de los propios deseos.
Dos siglos más tarde, su gran discípulo Chuang-Tsé (369-ca. 286 a.C.) prosiguió las ideas sobre laissez-faire de su maestro hasta su conclusión lógica: el anarquismo individualista. El influyente Chuang-Tsé, escritor de estilo elegante y frecuente recurso a parábolas alegóricas, fue el primer anarquista en la historia del pensamiento. Cultísimo, era nativo del estado de Meng (en la actualidad, posiblemente en la provincia de Hunán) y descendía de la vieja aristocracia. Siendo oficial de bajo rango, su fama se extendió por toda China, hasta el punto de que el rey Wei, del reino de Chú, le envió un emisario con ricos presentes y le urgió a convertirse en su principal ministro. Su desdeñosa respuesta a la oferta real es una de las grandes declaraciones de la historia sobre los peligros ocultos que encierra el boato del poder estatal y su contraste con las virtudes que reserva la vida privada:
“Mil onzas de oro son ciertamente una gran recompensa, y el cargo de primer ministro sin duda una elevada posición. Ahora bien, señor, ¿es que no ha visto al buey que se va a sacrificar a la espera de serlo en el templo real del estado? Se le cuida mucho y se le alimenta bien durante unos pocos años, y se le engalana con ricos brocados hasta que está listo para ser llevado al Gran Templo. Entonces, aunque con gusto se cambiaría por el más solitario de los cerdos, ¿acaso puede hacerlo? Así que… ¡fuera de aquí y rápido! No me insulte. Preferiría vagar y no hacer nada en un charco embarrado, pasármelo bien a mi gusto, antes que acabar sometido a las limitaciones que impondría el gobernante. Jamás aceptaría un cargo oficial, para así poder ser libre de proponerme mis propios fines”.
Chuang-Tsé reiteró y embelleció la devoción de Lao-Tsé por el laissez-faire y la oposición al gobierno estatal: “Tan sólo dejar sola a la humanidad, nunca el gobernarla [tuvo éxito]”. Chuang-Tsé fue también el primero en exponer la idea de “orden espontáneo”, descubierta de modo independiente por Proundhon en el s.XIX y desarrollada en el XX por FA. Von Hayek en la Escuela Austriaca. En palabras de Chuang-Tsé: “el buen orden resulta espontáneamente cuando se dejan las cosas a sí mismas”.
Ahora bien, si es cierto que la gente, en su “libertad natural”, puede conducir perfectamente su propia vida, las reglas del gobierno y sus edictos distorsionan la naturaleza en un artificial lecho procusteano. Como dice Chuang-Tsé: “La gente común tiene una naturaleza constante: hila y se viste, ara y se alimenta… en lo que cabría llamar su “libertad natural”. En su libertad natural, esta gente nació y murió a su suerte, sin sufrir restricciones ni limitaciones; nunca fue levantisca ni rebelde. Si a los gobernantes les diera por establecer leyes y ritos para gobernar a esta gente, no sería muy diferente de pretender alargar las cortas patas de los patos o recortar las largas zancas de una garza, o de poner ronzal a un caballo”. Tales reglas no sólo no servirían para nada bueno, sino que causarían muchísimo daño. En suma, concluye Chuang-Tsé, el mundo “simplemente no necesita de gobierno, y de hecho no debería ser gobernado”.
Chuang-Tsé probablemente fuera, además, el primer teorico en ver al estado como un bandolero: “un ladronzuelo del tres al cuarto acaba en prisión. Un gran bandido acaba de jefe del estado”. O sea, que la única diferencia entre un jefe de estado y un el jefecillo de una banda es el tamaño de su botín. El tema del gobernante conceptuado como un ladrón sería repetido, como hemos visto, por Cicerón, y más tarde por los pensadores cristianos de la Edad Media, aunque por supuesto estos llegaron a las mismas conclusiones por caminos diferentes.
El pensamiento taoísta floreció durante varios siglos, culminando con Pao Chin-yen, pensador decididamente anarquista que vivió a comienzos del siglo IV antes de Cristo y de cuya vida apenas se sabe nada. Pao, siguiendo a Chuang-Tsé, comparaba el idílico modo de vida de los tiempos antiguos, sin dirigentes ni gobernantes, con la miseria inflingida por éstos en su época. En los primitivos días, escribió, “no había dirigentes ni gobernantes, con la miseria inflingida por éstos en su época. En los primeros días, escribió, “no había dirigentes ni administradores. La gente cavaba pozos y bebía, araba campos y comía. Cuando el sol despuntaba iban a trabajar y, cuando se ponía, a descansar. Seguían su parecer plácidamente y sin estorbos, consiguiendo en gran medida ser felices”. En la era sin estado, no había guerras ni desórdenes:
“Cuando no había caballeros ni mesnadas que reunir no cabía hacer guerra… Aún no se concebía abusar del poder para beneficiarse a costa de otros. No había desastres ni desmanes. No se usaban escudos ni lanzas, ni se construían murallas ni fosos… La gente comía y se divertía, no tenía preocupaciones y vivía contenta”.
Pero en este idílico cuadro de paz y contento, escribe Pao Chin-yen, apareció la violencia y el engaño instituidos por el estado. La historia del gobierno es la historia de la violencia, de la expoliación del débil por el fuerte, de malvados tiranos que se embarcan en orgías de violencia, y que, al tener el poder, pueden “dar rienda suelta a todos sus deseos”. Además, la institucionalización de la violencia por el gobierno condujo a que los minúsculos desórdenes de la vida diaria se intensificaran y expandieran enormemente, cobrando una dimensión mucho mayor. Como dice Pao:
“Las disputas entre gente corriente son asunto trivial, ya que ¿qué consecuencias pueden originar un enfrentamiento a ese nivel? Esa gente no tiene tierras inmensas que despierten la avaricia, ni autoridad para lograr sus propósitos. Su poder no les permite reunir masas en pos de ellos, ni imponer respeto a las reunidas por sus oponentes. ¿Cómo van a compararse con una manifestación de furia real, capaz de desplegar ejércitos y batallones, y de hacer que gente sin enemigos ataque estados que no les han hecho nada?”
A la habitual acusación de haber pasado por alto que existen gobernantes buenos y benévolos, Pao replica que el gobierno en sí mismo es una violenta explotación del débil por el fuerte. Es el sistema en sí mismo lo que constituye el problema, ya que el objetivo del gobierno no es favorecer a la gente, sino controlarla y saquearla. Ningún gobernante puede compararse en virtud al que simplemente no gobierna..
Pao Chin-yen también emprendió un estudio magistral de psicología política al señalar que la propia existencia de la violencia institucionalizada por el estado provoca imitación entre la gente. En un mundo feliz y sin estado, declara Pao, la gente tendería naturalmente al orden y no intentarían saquear a su vecino. Pero los gobernantes oprimen y esquilman al pueblo, y “hacen trabajar a la gente sin descanso, para también sin descanso quitarle todo”. De esta guisa, se incita al robo y bandidaje al pueblo descontento, y los bandidos, al robar armas y armaduras en un principio pensadas para pacificar, intensifican el saqueo. “Todo esto ocurre porque hay gobernantes”. La idea habitual de que se necesita un gobierno fuerte para combatir las revueltas populares, concluye Pao, comete el grave error de confundir la causa con el efecto.